CUENTOS

El tigre y la vaca


Una vaca que paseaba feliz y tranquila por el campo escuchó unos llantos lastimeros entre los verdes matorrales que daban paso al bosque. Muerta de curiosidad se acercó a ver quién se quejaba tan amargamente.  Para su sorpresa comprobó que era un tigre que había tenido la mala suerte de que el tronco de un árbol cayera sobre él, dejándole atrapado y malherido.

El felino, al ver a la vaca, gritó pidiendo auxilio:

– ¡Por favor, sácame de aquí! ¡Yo solo no puedo liberarme!

La vaca sintió pena pero sabía de sobra que si le ayudaba podría atacarla sin piedad.

– ¡Uy, no, no, no! Lo siento mucho pero si te quito ese tronco de encima estoy segurísima de que me comerás.

El tigre lo estaba pasando realmente mal. Lloriqueando como un bebé, insistió:

– ¡Por favor, te lo suplico! Prometo que no te haré ningún daño. Tan sólo quiero salir de  esta trampa o moriré antes del amanecer.

La vaca estaba deseando irse de allí porque no se fiaba ni un pelo, pero empezó a sentir que debía hacer algo pues era una vaca buena que no soportaba ver sufrir a los demás. Dudó unos instantes y al final, con el corazón encogido, accedió. Se aproximó a él con cuidado y con la fuerza de su cabeza apartó el tronco.

El tigre, muy dolorido, se incorporó sin ni siquiera dar las gracias. Estaba agotado y necesitaba beber agua, pero sobre todo quería comer. Llevaba una semana apresado sin probar bocado y tenía las paredes del estómago tiesas de tanta hambre. Se quedó pasmado mirando a la vaca de arriba abajo y empezó a salivar, pues más que vaca veía un riquísimo filete.

 Relamiéndose, la amenazó:

– ¿Sabes una cosa, vaca?…¡Ahora mismo voy a comerte!

La vaca se estremeció pero no se dejó intimidar. Indignada, se encaró con el tigre.

– ¡No puedes hacerlo! ¡Has prometido no hacerme daño a cambio de liberarte!

– Sí, ya lo sé, pero si no te como me muero de hambre ¡No tengo elección!

– ¡Eres un mentiroso! ¡Jamás debí confiar en ti!

La cosa se estaba poniendo muy fea cuando pasó por allí un conejo, famoso por ser un tipo inteligente, instruido y justo, que siempre solucionaba los conflictos que surgían en el bosque.

– ¡¿Qué está pasando aquí?! ¿Se puede saber por qué discuten ustedes tan acaloradamente?

La vaca sintió alivio ante su presencia y le explicó detalladamente que el tigre la había engañado y estaba a punto de devorarla. El felino, por su parte, expuso sus razones y trató de justificar su vil mentira.

El conejo, después de escuchar las dos versiones, se puso a reflexionar al tiempo que se atusaba las barbas como si fuera un gran filósofo de la Antigüedad.

Un minuto después, habló haciendo gala de cierta pedantería.

– Antes de decidir quién tiene la razón quiero que me muestren el lugar del suceso para comprobar con mis propios ojos cómo se desarrollaron los acontecimientos. Después, emitiré mi veredicto.

Ambos  señalaron a la vez el tronco caído y el conejo lo contempló detenidamente. Después,  le indicó al tigre:

– A ver, tigre, colócate exactamente en el lugar donde te encontró la vaca.

El tigre se tumbó de mala gana en ese lugar que le traía tan malos recuerdos.

– Y ahora tú, vaca, ponle el tronco encima para ver cómo fue el accidente.

La vaca arrastró el tronco y lo colocó sobre el tigre, que de nuevo quedó inmovilizado.

– ¡Así es como estaba cuando pasé por aquí y le oí gemir!

Entonces, el conejo dio unas palmadas y le gritó:

– ¡Pues ahora corre, aprovecha para escapar! ¡Es tu única oportunidad!

La vaca, viendo la jugada maestra del conejo, puso pies en polvorosa y desapareció en menos que canta un gallo. Cuando el conejo se aseguró de que estaba bien lejos, retiró el tronco y liberó al tigre.

– ¡Espero que hayas aprendido la lección! Jamás utilices la mentira para conseguir tus propósitos  y menos con alguien que haya arriesgado su vida para salvar la tuya.

El felino se sintió burlado y muy, muy avergonzado. A partir de ese día, fue honesto y cumplió siempre su palabra.

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El zorro inteligente

Cuenta la historia que un león y una leona vivían juntos en una cueva. Él era el rey de los animales y ella la reina. Además de trabajar codo con codo poniendo paz y orden entre los animales, estaban casados y se llevaban muy bien.

Un día, tras varios años de amor y convivencia, el león cambió de opinión.

– Lo siento, querida esposa, pero ya no quiero vivir contigo.

La leona no se lo esperaba y se puso muy triste.

– Pero… ¿por qué? ¿Es que ya no me quieres?

El león fue muy sincero con ella.

–  Sí, te quiero, pero te dejo porque apestas y ya no soporto más ese olor que desprendes y que atufa toda la cueva.

La pobre se disgustó muchísimo y por supuesto se sintió muy ofendida.

– ¿Qué apesto?… ¡Eso es mentira! Me lavo todos los días y cuido mi higiene para estar siempre limpia y tener el pelo brillante ¡Tú lo dices porque te has enamorado de otra leona y quieres irte a vivir con ella!

¡La pelea estaba servida! La pareja comenzó a discutir acaloradamente y ninguno daba su brazo a torcer. Pasadas dos horas la leona, cansada de reñir, le dijo a su marido:

– Como no nos ponemos de acuerdo te propongo que llamemos a tres animales y que ellos opinen si es verdad que huelo mal o es una mentira de las tuyas.

– ¡De acuerdo! ¿Te parece bien que avisemos al burro, al cerdo y al zorro?

– ¡Por mí no hay problema!

Pocos minutos después los tres animales elegidos al azar se presentaron en la cueva obedeciendo el mandato real. El león, con mucha pomposidad, les explicó el motivo de la improvisada  asamblea.

– ¡Gracias por acudir con tanta celeridad a nuestra llamada! Os hemos reunido aquí porque necesitamos vuestra opinión sincera. La reina y yo hemos nos hemos enzarzado en una discusión muy desagradable y necesitamos que vosotros decidáis quién dice la verdad.

El burro, el cerdo y el zorro ni pestañearon ¿Qué debían decidir? ¡Estaban intrigadísimos esperando a que el león se lo contara!

– Quiero que os acerquéis a mi esposa y digáis si huele bien o huele mal. Eso es todo.

Los tres animales se miraron atemorizados, pero como se trataba de una orden de los reyes, escurrir el bulto no era una opción.

Alguien tenía que ser el primero y le tocó al burro. Bastante asustado, dio unos pasos hacia adelante y arrimó el hocico al cuello de la leona.

– ¡Puf! ¡Qué horror, señora, usted huele que apesta!

La leona se sintió insultada y perdió los nervios.

– ¡¿Cómo te atreves a hablarle así a tu reina?!… ¡Desde ahora mismo quedas  expulsado de estos territorios! ¡Lárgate y no vuelvas nunca más por aquí!

El borrico pagó muy cara su contestación y se fue con el rabo entre las piernas en busca de un nuevo lugar para vivir.

El cerdo, viendo lo que acababa de pasarle a su compañero, pensó que jugaba con ventaja pero que aun así debía calibrar muy bien lo que debía responder. Se aproximó a la leona, la olisqueó detenidamente, y para que no le ocurriera lo mismo que al burro, dijo:

– ¡Pues a mí me parece un placer acercarme a usted  porque desprende un aroma divino!

Esta vez fue el león el que entró en cólera.

– ¡¿Estás diciendo que el que miente soy yo?!… ¡Debería darte vergüenza contradecir a tu rey! ¡Lárgate de este reino para siempre! ¡Fuera de mi vista!

El cerdo, que pensaba que tenía todas las de ganar, fracasó estrepitosamente. Al igual que el burro, tuvo que exiliarse a tierras lejanas.

¡Solo quedaba el zorro! Imagínate el dilema que tenía en ese momento el infortunado animal mientras esperaba su turno. Si decía lo mismo que el burro, la reina se enfadaría; si decía lo contrario como el cerdo, la bronca se la echaría el rey ¡Qué horrible situación! Tenía que pensar algo ingenioso cuanto antes o su destino sería el mismo que el de sus colegas.

Quieto, como si estuviera petrificado, escuchó la voz del rey león.

– Zorro, te toca a ti. Acércate a la reina y danos tu veredicto.

Al zorrito le costó moverse porque le temblaba todo el cuerpo. Tragando saliva se dirigió a donde estaba la leona y con mucho respeto la olfateó. Después, se separó y volvió a su sitio.

El rey ardía en deseos de escucharlo.

– ¿Y bien? ¡Nos tienes en ascuas!  Di lo que tengas que decir.

El zorro, tratando de aparentar tranquilidad, fingió tener un poco de tos y dijo con voz quebrada:

– Majestades, siento no poder ayudarles, pero es que a mí no me huele ni bien ni mal porque estoy constipado.

El león y la leona se miraron sorprendidos y tuvieron que admitir que no podían castigar al zorro porque su contestación no ofendía ni dejaba por mentiroso a ninguno de los dos.

El rey león tomó la palabra.

– Está bien, lo entendemos. Puedes marcharte a casa.

Nadie sabe cómo acabó la historia, ni quién tenía la razón, ni si finalmente la pareja llegó a un acuerdo de separación. Lo que sí sabe todo el mundo es que el inteligente zorrito logró zafarse del castigo de los reyes gracias a su simpática ocurrencia.

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El asno con piel de león

Érase una vez un comerciante de la India que se ganaba la vida vendiendo aceitunas en la gran ciudad. El trayecto desde su pueblo hasta el mercado era largo, así que todas las mañanas colocaba la mercancía sobre el lomo de su inseparable asno de pelo gris, y cuando estaba listo partían juntos hacia su destino.

Gracias a que el burro era fuerte, veloz y gozaba de muy buena salud, los sacos llegaban siempre en perfecto estado al puesto de venta. El mercader apreciaba el esfuerzo diario del animal y estaba orgulloso de lo bien que trabajaba,  pero a decir verdad había una cosa de él que le fastidiaba un montón: ¡comía mucho más que cualquier otro de su misma especie! La razón era que como cargaba tanto peso gastaba mucha energía, y al gastar mucha energía necesitaba reponer fuerzas continuamente.  El hombre, buena persona pero muy tacaño, solía lamentarse ante el resto de los comerciantes de lo caro que resultaba alimentarlo ocho veces al día.

– Yo no sé cuánto zampan vuestros asnos, pero desde luego este come más que un elefante… ¡Está engordando muchísimo y cada vez me cuesta más mantenerlo!

Una noche se puso a repasar los beneficios del mes y comprobó que no le salían las cuentas. Enfadado, se echó las manos a la cabeza y empezó a maldecir.

– ¡Este burro tragón es mi ruina! Engulle tanto que la mitad de lo que gano se va en comprar sacos de alfalfa para saciar su apetito. ¡Esto no puede seguir así!

Absolutamente decidido a encontrar una solución, cerró los ojos y se puso a meditar.

– Ahora que lo pienso  todos los días paso por delante de una finca donde crece la alfalfa a porrillo y…  ¡Claro, cómo no se me ha ocurrido antes!… ¡Puedo llevar allí a mi  borrico glotón y dejar que se atiborre sin gastarme ni una sola moneda!

El plan era bastante bueno, pero…

– El único inconveniente es que el terreno tiene dueño. Si cuelo al burro y el capataz  encargado de vigilar las tierras lo ve llamará a los guardias y… ¡Oh, no, me acusarán de invadir una propiedad privada y acabaré encerrado en la cárcel como un vulgar ladronzuelo!

Para lograr su propósito sin correr riesgos debía perfeccionar la maniobra.

– ¡Ya sé qué hacer! Compraré una piel de león, se la pondré al burro por encima, y después lo soltaré dentro de la finca. El capataz pensará que se trata de una fiera salvaje y no se atreverá a hacerle nada. ¡Ju, ju, ju!

Creyendo que había diseñado un plan magistral se puso manos a la obra, y en pocas horas consiguió un hermoso y anaranjado pelaje de león que colocó sobre el animal como si fuera un enorme manto.

– A ver, déjame que te vea bien…

Se alejó de él para observarlo desde distintos ángulos. ¡Quería asegurarse que daba el pego!

– Visto de cerca se nota que es un borrico disfrazado, pero a distancia parece tal cual el rey de la selva. ¡Es genial, genial, genial!

Cuando se convenció de que el éxito estaba asegurado lo llevó a la finca y lo metió dentro del cercado, bien lejos de la entrada para que comiera tranquilo y a su antojo. Él, mientras tanto, se ocultó tras un árbol para no ser descubierto.

Cinco minutos  más tarde apareció el capataz y todo salió según lo previsto: en cuanto el hombre descubrió que un peligroso león se paseaba por sus dominios se puso a chillar como un loco y escapó huyendo muerto de miedo. Al comerciante se le escapó una risita.

– ¡Je je je! ¡Se ha tragado la patraña!…  ¡Sí señor, soy un tipo listo!

En vista del triunfo al día siguiente repitió la operación.  El burro, ataviado con la piel de león, volvió a infiltrarse en la finca para ponerse morado de alfalfa y también de nuevo, en plena degustación, apareció el capataz. Sobra decir que al ver al temible león campando a sus anchas en sus tierras puso pies en polvorosa, completamente aterrorizado. El comerciante, oculto entre la maleza, se partía de la risa.

– ¡Ja, ja, ja!… ¡Ay, qué divertido!… ¡El muy torpe no se ha dado cuenta de que esa fiera es más falsa que una moneda de cuero! Si supiera que tan solo es un pobre asno incapaz de hacerle daño a una mosca… ¡Ja, ja, ja!

La escena se repitió una y otra vez durante una semana, pero el octavo día la cosa cambió: sí, el capataz volvió a correr como si no hubiera un mañana, pero en vez de ir a esconderse a su casa decidió actuar con valentía y pedir ayuda a sus vecinos. En menos que canta un gallo reunió a más de treinta hombres y mujeres  que, armados con palos de escoba, estuvieron de acuerdo en ir a dar un escarmiento a la pavorosa fiera. Él, por supuesto, se puso al frente de la comitiva.

– ¡Ese león tiene los días contados!… ¡Le obligaremos a irse! ¡Vamos, amigos!

Atravesaron el campo en fila india y enseguida llegaron a la finca. Al detenerse junto a la valla  comprobaron con sus propios ojos que se trataba de un león de patas larguísimas y altura descomunal.  Para qué mentir: ¡todos sintieron auténtico pavor y deseos de tirar la toalla!

– Os advertí que se trataba de una bestia gigantesca, pero tenemos que echarla de aquí como sea. Estos días ha estado en las tierras a mi cargo,  pero mañana podría invadir las vuestras para comerse el pasto, o lo que es peor, atacar al ganado. Aparquemos el miedo y acabemos con este peligroso ser. ¡Unidos venceremos!

Los vecinos, entendiendo que tenía  toda la razón, levantaron los palos a modo de espadas y, como si fueran parte de un pequeño ejército, se prepararon para el asalto. En ese mismo  momento el asno escuchó voces,  levantó la cabeza, y vio que una tropa armada hasta las cejas le miraba amenazante. Ante semejante visión, tuvo tres reacciones en cadena: la primera, quedarse petrificado; la segunda, poner cara de pánico; la tercera, empezar  a gritar como loco.

¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa!

Los vecinos se callaron de golpe y se miraron desconcertados.

¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa!

Sí, habían escuchado bien: no eran rugidos… ¡eran rebuznos! Como te puedes imaginar se quedaron atónitos, pero la gran sorpresa se produjo cuando de repente, el animal echó a correr en dirección contraria y la piel de león cayó sobre la hierba seca. El capataz, alucinado, gritó:

– ¡El león era un borrico!… ¡Un simple e inofensivo borrico!

¡¿Un borrico?! Los miembros del grupo lanzaron los palos de escoba al aire y se tiraron al suelo muertos de risa. De todos, el que más carcajadas soltaba era el capataz.

– ¡Un borrico!… ¡Ja, ja, ja! Esto sí que es un final feliz… ¡y divertido!

Sí, ciertamente fue un final  feliz y divertido para los vecinos, pero no para el comerciante que, desde su escondite, vio impotente cómo el burro corría despavorido, saltaba la valla y desaparecía para siempre por culpa de su avaricia.

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Paz entre los animales

Una mañana soleada de verano, un gallo de colores salió a dar un paseo por el campo. Hacía poco que el dueño de esa tierra había sembrado, así que sabía con seguridad que allí encontraría semillas y con suerte algún pequeño gusano que llevarse al pico.

Andaba distraído escarbando por aquí y por allá cuando vio que una zorra surgía sigilosamente  de entre la maleza que rodeaba la finca.

– ¡Uy, esa zorra viene a por mí! ¡Tengo que ponerme a salvo!

El gallito de colores miró rápidamente a su alrededor y divisó un único árbol a pocos metros de  donde estaba. Sin tiempo para pensar en un plan mejor, echó una carrera sin parar de aletear  y se subió a la copa.

Unos segundos después la zorra llegó jadeando hasta el tronco, miró hacia arriba y le gritó:

– ¡Hola, amigo gallo! ¿Por qué has huido de mí? No entiendo qué haces encima de ese olivo…  ¿Es porque te doy miedo?

El gallo, temblando como un flan, le contestó:

– Pues sí…  ¡Para serte franco, tu presencia me produce auténtico pánico!

La astuta zorra, que quería que el gallo bajara para hincarle el diente, puso cara de buena y empezó a mentir como una bellaca.

– Vaya, pues no sé por qué me temes ¿Acaso no te has enterado de que en esta zona hay una nueva ley?

El gallo puso cara de sorpresa y sintió curiosidad. Sin moverse ni un pelo de la rama a la que estaba aferrado, preguntó:

– ¿De qué nueva ley me estás hablando?

La zorra, muy ladina, continuó con su pantomima.

– ¡Ay, qué poco informado estás!… Esta semana se ha publicado una nueva ley que nos obliga a todos los animales y humanos a vivir en paz ¡Tenemos absolutamente prohibido hacernos daño los unos a los otros!

El gallo la miró fijamente a los ojos y no sintió buenas vibraciones. Algo en su interior le decía que no se fiara lo más mínimo de esa raposa de pelaje rojizo y hocico puntiagudo con buenas dotes de actriz.

– ¡Eres una mentirosa! ¡Tú lo que quieres es comerme!

La zorra se esforzó aún más en parecer convincente.

– ¡Te juro que no te estoy engañando! Por lo que veo es una ley que todo el mundo conoce menos tú… ¡Baja y te explicaré con calma todos los detalles!

El gallo empezaba a dudar ¿Y si no estaba actuando y decía la verdad?…

La zorra iba a abrir la boca para continuar su patraña cuando de repente escuchó un ruido a sus espaldas. Se giró y descubrió con espanto que eran dos cazadores armados hasta las cejas.

– ¡Oh, no, estoy en peligro!… ¡Yo me piro!

La zorra echó a correr como alma que lleva el diablo y el gallo desde arriba le gritó:

– ¡Eh, amiga!… ¿Por qué huyes? ¿No decías que todo el mundo conoce la nueva ley de paz entre hombres y animales? Si es así esos tipos no van a hacerte daño y no tienes nada que temer.

La raposa, en plena escapada, vociferó:

– Ya, ya, pero cabe la posibilidad de que los cazadores tampoco se hayan enterado de que esa ley existe ¡Adiós y hasta nunca!

La zorra había querido engañar vilmente al gallo de colores pero le salió mal la jugada y quedó al descubierto que había mentido. El gallo permaneció un ratito más en la copa del árbol, y cuando todo volvió a la calma, regresó tranquilamente al campo en busca de una deliciosa lombriz para saciar su apetito.

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El rey sabio

Hace muchos, muchos años en una ciudad de Irán llamada Wirani, hubo un rey que gobernaba con firmeza su territorio. Había acumulado tanto poder que nadie se atrevía a cuestionar ninguna de sus decisiones: si ordenaba alguna cosa, todo el mundo obedecía sin rechistar ¡Llevarle la contraria podía tener consecuencias muy desagradables!

Podría decirse que todos le temían, pero como además era un hombre sabio, en el fondo  le   respetaban y valoraban su manera de hacer las cosas.

En Wirani solo había un pozo pero era muy grande y servía para abastecer a todos los habitantes de la ciudad. Cada día centenares de personas acudían a él y llenaban sus tinajas para poder beber y asearse. De la misma manera, los sirvientes del rey recogían allí el preciado líquido para llevar a palacio. Así pues, el pobre y el rico, el rey y el aldeano, disfrutaban de la misma agua.

Sucedió que una noche de verano, mientras todos dormían, una horripilante bruja se dirigió sigilosamente al pozo. Lo tocó y comenzó a reírse mostrando sus escasos dientes negros e impregnando el aire de un aliento que olía a pedo de mofeta ¡Estaba a punto de llevar a cabo una de sus maquiavélicas artimañas y eso le divertía mucho!

– ¡Ja, ja, ja! ¡Estos pueblerinos se van a enterar de quién soy yo!

Debajo de la falda llevaba una bolsita, y dentro de ella, había un pequeño frasco que contenía un líquido amarillento y pegajoso. Lo cogió, desenroscó el pequeño tapón, y dejó caer unas gotas en el interior del pozo mientras susurraba:

– Soy una bruja y como bruja me comporto ¡Quien beba de esta agua se volverá completamente loco!

Dicho esto, desapareció en la oscuridad de la noche dejando una pequeña nebulosa de humo como único rastro.

Unas horas después los primeros rayos del sol anunciaron la llegada del nuevo día. Como siempre, se escucharon los cantos del gallo y la ciudad se llenó del ajetreo diario.

¡Esa mañana el calor era sofocante! Todos los habitantes de Wirani, sudando como pollos,  corrieron a buscar agua del pozo para aplacar la sed y darse un baño de agua fría. Curiosamente, nadie se dio cuenta de que el agua no era exactamente la misma y algunos hasta exclamaban:

– ¡Qué delicia!… ¡El agua del pozo está hoy más rica que nunca!

Todos la saborearon excepto el rey, que  casualmente se encontraba de viaje fuera de la ciudad.

Pasó el caluroso día, pasó la noche, y el nuevo amanecer llegó como siempre, pero lo cierto es que ya nada era igual en la ciudad ¡Todo el mundo  había cambiado! Por culpa del hechizo de la bruja, hombres, mujeres, niños y ancianos, se levantaron nerviosos y haciendo cosas disparatadas. Unos deliraban y decían cosas sin sentido; otros comenzaron a sufrir alucinaciones y a ver cosas raras por todas partes.

No había duda… ¡Todos sin excepción habían perdido el juicio!

El rey, ya de regreso, fue convenientemente informado de lo que estaba sucediendo y salió a dar un paseo para comprobarlo con sus propios ojos. Los ciudadanos se arremolinaron en torno a él, y al ver que no se comportaba como ellos, empezaron a pensar que se había vuelto loco de remate.

Completamente trastornados  salieron  corriendo en tropel hacia la plaza principal para decirse unos a otros:

– ¿Os habéis dado cuenta de que nuestro rey  está rarísimo? ¡Yo creo que se ha vuelto majareta!

– ¡Sí, sí, está como una cabra!

– ¡Tenemos que expulsarlo y que gobierne otro!

Imagínate un montón de personas fuera de control, totalmente enloquecidas, que de repente se convencen de que las chifladas no son ellas, sino su rey. Tanto revuelo se formó que el monarca puso el grito en el cielo.

– ¡¿Pero qué demonios está pasando?! ¡Todos mis súbditos han perdido el seso y piensan que el que está loco soy yo! ¡Maldita sea!

A pesar de la difícil papeleta a la que tenía que enfrentarse, decidió mantener la calma y reflexionar. Rápidamente, ató cabos y sacó una conclusión que dio en el clavo:

– Ha tenido que ser por el agua del pozo… ¡Es la única explicación posible! Sí, está claro que todos han bebido menos yo y por eso me he salvado…  ¡Apuesto el pescuezo a que esto es cosa de la malvada bruja!

Mientras cavilaba, vio de reojo a un alfarero que llevaba una jarra de barro en la mano.

– ¡Caballero, présteme la jarra!

– ¡Aquí tiene, majestad, toda suya!

El monarca la agarró por el asa, apartó a la gente a codazos y dando grandes zancadas se plantó frente al pozo de agua sin ningún tipo de temor. Los habitantes de Wirani se apelotonaron tras él conteniendo la respiración.

– Así que pensáis que el loco soy yo ¿verdad? ¡Pues muy bien, ahora mismo voy a poner solución a esta desquiciante situación!

El rey metió la jarra en el pozo y bebió unos cuantos sorbos del agua embrujada. En cuestión de segundos,  tal como había sentenciado la bruja, enloqueció como los demás.

Y… ¿sabes qué pasó? Pues que los perturbados ciudadanos comenzaron a aplaudir porque pensaron que al fin el rey ya era como ellos, es decir… ¡que había recobrado la razón!

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