La leyenda del múcaro
En el inmenso planeta azul en que vivimos hay muchos tipos de búhos. Uno de los más curiosos y cantarines es el múcaro, que es como se conoce a un ave pequeña de ojitos redondos que únicamente habita en los bosques de la isla de Puerto Rico.
El múcaro tiene una particularidad muy especial: durante el día se esconde y solo se deja ver por las noches ¿Quieres saber por qué?
Cuenta una vieja leyenda de esta isla caribeña que hace mucho, mucho tiempo, en el bosque se celebraban fiestas muy divertidas en las que todos los animales se reunían para cantar, bailar y pasárselo fenomenal.
Cada vez que había un festejo, las diferentes especies se turnaban para organizar los múltiples preparativos necesarios para que todo saliera perfecto. En cierta ocasión este gran honor recayó en las aves.
Todos los pájaros, del más grande al más chiquitín, se reunieron en asamblea con el objetivo de distribuir el trabajo de manera equitativa. Como lo más importante era que las invitaciones llegaran con bastante tiempo de antelación, acordaron enviar como mensajera a la rápida y responsable águila de cola roja.
Encantada de ser la elegida, el águila de cola roja fue casa por casa entregando las tarjetas. A última hora llegó al árbol donde vivía el múcaro, y para su sorpresa, se encontró al pobre animalito totalmente desnudo.
El águila de cola roja se extrañó muchísimo y sintió un poco de apuro que trató de disimular.
– ¡Buenos días, amigo múcaro! Vengo a traerte la invitación para la próxima fiesta de animales.
El múcaro reaccionó con poco entusiasmo y ni siquiera se molestó en leerla
– ¡Ah, ya veo!… Déjala por ahí encima.
El águila de cola roja creyó oportuno interesarse por él.
– Perdona la indiscreción, pero veo que estás desnudo ¿Acaso no tienes ropa que ponerte?
El mucarito se sonrojó y completamente avergonzado, bajó la cabeza.
– No, la verdad es que no tengo nada, ni un simple jersey… Lo siento mucho, pero en estas condiciones no podré acudir a la verbena.
El águila de cola roja se quedó tan impactada que no supo ni qué decir. Hizo un gesto de despedida y con el corazón encogido remontó el vuelo. Nada más regresar convocó una reunión de urgencia para relatar a los demás pájaros la lamentable situación en que se encontraba el pequeño búho.
– ¡Tenemos que hacer algo inmediatamente! ¡No podemos permitir que nuestro amigo se pierda la fiesta solo porque no la ropa adecuada!
Una cotorra verde de pico color marfil fue la primera en manifestarse a favor del múcaro.
– ¡Claro que sí, entre todos le ayudaremos! Escuchad, se me ocurre algo: cada uno de nosotros nos quitaremos una pluma, juntaremos muchas, y se las daremos para que se haga un traje a medida. La única condición que le pondremos es que cuando la fiesta termine tendrá que devolver cada pluma a su propietario ¿Qué os parece?
Si algo caracteriza a las aves es la generosidad, así que la cotorra no tuvo que insistir; sin más tardar, todos los pájaros fueron arrancándose con el pico una plumita del pecho. Cuando habían reunido unas cincuenta, el águila de cola roja las metió en un pequeño saco y se fue rauda y veloz a casa del múcaro.
– ¡Toma, compañero, esto es para ti! Entre unos cuantos amigos hemos juntado un montón de plumas de colores para que te diseñes un traje bonito para ir a la fiesta.
El múcaro se emocionó muchísimo.
– ¿De veras?… ¡Pero si son preciosas!
– ¡Sí lo son! Puedes utilizarlas como quieras pero ten en cuenta que tienen dueño y tendrás que devolverlas cuando termine la fiesta ¿De acuerdo?
– ¡Oh, por supuesto! ¡Muchas gracias, es un detalle precioso! ¡Ahora mismo me pongo a coser!
El múcaro cogió aguja e hilo y durante una semana trabajó sin descanso en el corte y confección de su traje nuevo. Se esforzó mucho pero mereció la pena porque, la noche de la fiesta, estaba perfectamente terminado. Se lo puso cuidadosamente y cómo no, se miró y remiró en el espejo.
– ¡Caray, qué bien me queda! ¿Son imaginaciones mías o es que estoy increíblemente guapo?
No, no eran imaginaciones suyas, pues en cuanto apareció en el convite, su aspecto causó verdadera sensación. Muchos animales se acercaron a él para decirle que parecía un auténtico galán y las hembras de todas las especies se quedaron prendadas de su elegancia. El múcaro estaba tan orgulloso y se sentía tan atractivo, que se dedicó a pavonearse por todas partes, asegurándose de que su glamour no pasaba desapercibido para nadie.
Vivió una noche auténticamente genial, charlando, bailando y comiendo deliciosos canapés ¡Hacía años que no disfrutaba tanto! Pero nada es eterno y cuando la fiesta estaba llegando a su fin, empezó a agobiarse. Sabía que se acercaba la hora de devolver las plumas y le daba muchísima rabia. Ahora que tenía una ropa tan bonita y que le sentaba tan bien ¿cómo iba a desprenderse de ella?
Los invitados comenzaron a irse a sus casas y pensó que pronto no quedaría nadie por allí. En un arrebato de egoísmo e ingratitud, decidió que lo mejor era escabullirse por la puerta de atrás sin devolver las plumas. Miró a un lado y a otro con disimulo, se dirigió a la salida sin llamar la atención, y se internó en el bosque.
Poco después, la orquesta dejó de tocar y los camareros comenzaron a recoger las bandejas de pasteles donde ya solo quedaban las migas ¡La fiesta se daba por terminada!
Los pájaros que habían cedido sus plumas tan generosamente buscaron al múcaro por todas partes, pero enseguida se dieron cuenta de que el muy pillo se había esfumado. Esperaron un par de horas a que volviera e incluso alguno salió en su busca, pero nadie fue capaz de localizarle, ni siquiera en su hogar, cerrado a cal y canto. Del múcaro, nunca más se supo.
Cuenta la leyenda que aunque han pasado muchos años, todavía hoy en día las aves de la isla de Puerto Rico buscan al búho ladronzuelo para pedirle que devuelva las plumas a sus legítimos dueños, pero el múcaro se esconde muy bien y ya sólo de noche para que nadie le encuentre.
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El koala y el emú
Al principio de los tiempos, el planeta Tierra era un auténtico paraíso. Las aves, los animales terrestres y los del mar, vivían despreocupados y felices. Por suerte, el mundo era muy amplio y podían permitirse el lujo de jugar y construir sus hogares donde les apetecía. También había comida abundante que garantizaba la alimentación de las crías y la supervivencia de las diferentes especies. En cuanto a la convivencia, era fantástica: como había espacio de sobra y alimentos para todos, nadie se quejaba y todos se llevaban muy bien.
Pero un día, nadie sabe por qué razón, empezaron a discutir unos con otros y se montó una bronca tremenda. Surgieron peleas entre leones y gacelas, monos y cuervos, marmotas y osos polares… Al final, acabaron todos enfrentados y faltándose al respeto. Los altercados llegaron a ser de tal calibre que dejaron compartir la comida, evitaban encontrarse en lugares comunes, e incluso, muchos dejaron de dirigirse la palabra ¡Se cuenta que hasta hubo empujones y algún que otro tirón de pelos! La situación se volvió insostenible.
El tiempo fue pasando y todos los animales se sentían muy incómodos y tristes. En el fondo de su corazón, pensaban que no era lógico vivir enfadados. Para que la paz reinara de nuevo, comenzaron a organizar reuniones donde todos, desde los grandes elefantes a las frágiles hormiguitas, fueron aportando ideas para solucionar los conflictos. Poco a poco, a base de conversaciones, acuerdos y buenas maneras, las disputas terminaron y por fin la armonía regresó a la Tierra ¡Había llegado la hora de que todos los animales se reconciliaran y volvieran a ser amigos!
Bueno… En realidad, no todos se esforzaron por arreglar las diferencias, porque en Australia, un animal muy altivo y orgulloso, seguía en pie de guerra. Se trataba de un emú, ave parecida al avestruz, que se consideraba muy superior a los demás. Casi nunca sonreía ni solía hablar con nadie, pero un día se encontró con un tranquilo koala y la tomó con él. Se plantó a su lado y empezó a decirle lo que pensaba.
– Parece que ahora todos los animales vuelven a llevarse bien, pero creo que es necesario que alguien tome las riendas para que no vuelva a haber problemas. Tiene que haber líderes que manden sobre el resto de la fauna y ¿sabes qué? … ¡Creo que somos las aves quienes deberíamos ostentar ese poder!
El koala abrió los ojillos y sin mucho interés, le preguntó:
– ¿Ah, sí?… ¿Y eso por qué?
El emú se pavoneó delante de él creyéndose más que nadie.
– A mi entender, las aves somos rápidas, inteligentes, expertas cazadoras y además, sabemos volar ¿Quién puede superar eso?
El koala, que era un ser más bien lento y con pocos reflejos, tardó en contestar.
– En cuanto a que sois muy completas, no te falta razón, pero opino que…
El emú dejó al pobre koala con la palabra en la boca y continuó con su perorata.
– ¡Calla, calla, eso no es todo! Te habrás fijado que, de todas las aves, los emús somos de las más grandes, así que nuestra superioridad está bien clara sobre las águilas, que siempre van presumiendo de que son las reinas ¡El mando nos corresponde a nosotros! ¡Los emús debemos gobernar el mundo!
El koala nunca había visto un animal tan vanidoso e impertinente. Iba a pararle los pies cuando, de repente, ante sus ojos sucedió algo insólito: el emú estaba tan lleno de orgullo que comenzó a inflarse de forma descontrolada hasta convertirse en un ave enorme y patosa que no sabía cómo manejar su propio cuerpo. De hecho, intentó volar cogiendo carrerilla, levantando las patas y tensando el cuello, pero fue imposible ¡Se había vuelto tan grande y pesado que sus alitas no consiguieron levantarle un palmo del suelo! De un plumazo, toda su agilidad desapareció y su aspecto era el de un animal desproporcionado que se movía como un pato mareado.
A cientos de metros a la redonda se le escuchó llorar y a gritar, espantado por su nueva apariencia, pero no sirvió de nada: jamás volvió a su tamaño original. El koala, asustado, trepó por un eucalipto y decidió no moverse de allí nunca más.
Desde entonces, como cuenta esta leyenda, los emús sueñan con volar pero siempre fracasan en el intento; en cuanto a los koalas, se han adaptado a la tranquila vida en las copas de los árboles, y prefieren observar a los emús desde lo alto para que no les den la tabarra.
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La casa del Sol y la Luna
Cuenta la leyenda que hace miles de años el Sol y la Luna se llevaban tan bien, que un día tomaron la decisión de vivir juntos. Construyeron una casa espaciosa, bonita y muy cómoda, e iniciaron una tranquila vida en común.
Un día, el Sol le comentó a la Luna:
– Había pensado invitar a nuestro amigo el Océano. Nos conocemos desde el principio de los tiempos y me gustaría que viniera a visitarnos ¿Qué opinas?
– ¡Es una idea fantástica! Así podrá conocer nuestra casa y pasar una tarde con nosotros.
Al Sol le faltó tiempo para ir en busca de su querido y admirado colega, con quien tantas cosas había compartido durante miles de años.
– ¡Hola! He venido a verte porque la Luna y yo queremos invitarte a nuestra casa.
– ¡Oh, muchas gracias, amigo Sol! Te lo agradezco de corazón, pero me temo que eso no va a ser posible.
– ¿No? ¿Acaso no te apetece pasar un rato en buena compañía? Además, estoy seguro de que nuestra nueva casa te encantará ¡Si vieras lo bonita que ha quedado!…
– No, descuida, no es eso. El problema es mi tamaño ¿Te has fijado bien? Soy tan grande que no quepo en ningún sitio.
– ¡No te preocupes! Dentro está todo unido porque no hay paredes, así que cabes perfectamente ¡Ven, por favor, que nos hace mucha ilusión!…
– Bueno, está bien… Mañana a primera hora me paso a veros.
– ¡Estupendo! Contamos contigo después del amanecer.
Al día siguiente, el Océano se presentó a la hora acordada en casa de sus buenos amigos. La verdad es que desde fuera la casa parecía realmente grande, pero aun así, le daba apuro entrar. Tímidamente llamó a la puerta y el Sol y la Luna salieron a recibirle. Ella, con una sonrisa de oreja a oreja, se adelantó unos pasos.
– ¡Bienvenido a nuestro hogar! Entra, no te quedes ahí fuera.
Abrieron la puerta de par en par y el Océano comenzó a invadir el recibidor. En pocos segundos, había inundado la mitad de la casa. El Sol y la Luna tuvieron que elevarse hacia lo alto, pues el agua les alcanzó a la altura de la cintura.
– ¡Me parece que no voy a caber! Será mejor que dé media vuelta y me vaya, chicos.
Pero la Luna insistió en que podía hacerlo.
– ¡Ni se te ocurra, hay sitio suficiente! ¡Pasa, pasa!
El Océano siguió fluyendo y fluyendo hacia adentro. La casa era gigantesca, pero el Océano lo era mucho más. En poco tiempo, el agua comenzó a salir por puertas y ventanas, al tiempo que alcanzaba la claraboya del tejado. Sus amigos siguieron ascendiendo a medida que el agua lo cubría todo. El Océano se sintió bastante avergonzado.
– Os advertí que mi tamaño es descomunal… ¿Queréis que siga pasando?
El Sol y la Luna siempre cumplían su palabra: le habían invitado y ahora no iban a echarse atrás.
– ¡Claro, amigo! Entra sin miedo.
El Océano, por fin, pasó por completo. La casa se llenó de tanta agua, que el Sol y la Luna se vieron obligados a subir todavía más para no ahogarse. Sin darse apenas cuenta, llegaron hasta cielo.
La casa fue engullida por el Océano y no quedó ni rastro de ella. Desde el firmamento, gritaron a su buen amigo que le regalaban el inmenso terreno que había ocupado. Ellos, por su parte, habían descubierto que el cielo era un lugar muy interesante porque había muchos planetas y estrellas con quienes tenían bastantes cosas en común. De mutuo acuerdo, decidieron quedarse a vivir allí arriba para siempre.
Desde ese día, el Océano ocupa una gran parte de nuestro planeta y el Sol y la Luna lo vigilan todo desde el cielo.
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El dragón de Wawel
Según cuenta una leyenda polaca, hace muchos siglos, en las tierras gobernadas por el príncipe Krakus, empezaron a suceder hechos muy extraños que nadie lograba comprender.
Dice la historia que en sus dominios había una colina conocida como la colina de Wawel. Un día, sin saber por qué, comenzaron a faltar personas que vivían en los pueblos colindantes, gente que de repente un día se esfumaba y de la que nunca jamás se volvía a saber nada. Por si esto fuera poco, los pastores empezaron a notar también que, cada vez que hacían recuento de ovejas, en sus rebaños siempre faltaba alguna.
Los habitantes de la zona estaban desconcertados ¿Cómo era posible que personas y animales desaparecieran como si se los hubiese tragado la tierra? Algo iba mal, pero nadie tenía ni idea de cómo solucionar el misterio.
Un día, un muchacho que paseaba por la colina, descubrió una enorme cueva tapada por unos matorrales. Asomó la cabeza y se quedó paralizado de miedo: allí dentro dormía un dragón verde de piel brillante y tamaño descomunal .Tenía un aspecto que daba pavor y cada vez que roncaba, las paredes de la cueva vibraban como si fueran de papel.
Temblando como un flan salió pitando de allí y bajó al pueblo más cercano para avisar a todo el mundo. Después, fue al castillo para comunicárselo también al príncipe Krakus, quien consciente de la terrible amenaza que suponía el reptil alado, mandó a los soldados más valerosos de su ejército a luchar contra él.
Un grupo enorme, armado hasta los dientes, tomó rumbo a la colina con una única misión: ¡abatir al temible enemigo! Pero el dragón, que ya estaba despierto, vio que el ejército se acercaba e intuyó que iban a por él.
Muy airado, salió de su guarida, cogió aire y los expulsó de allí lanzando bocanadas de fuego por su enorme boca. Los soldados salieron volando como muñecos de trapo, envueltos en una especie de huracán caliente y con el culo un poco chamuscado.
Evidentemente, la operación resultó un fracaso. El dragón era demasiado fiero, demasiado fuerte y demasiado peligroso como para acercarse.
El príncipe Krakus, como último recurso, promulgó un bando real: quien consiguiera vencer al monstruo, se casaría con lo que él más quería: su dulce hija Wanda.
Una noticia de tal magnitud no tardó en extenderse como la pólvora y llegó a oídos de un joven y guapo zapatero. El muchacho, que era muy humilde pero inteligente como el que más, decidió intentarlo y elaboró un plan infalible.
¿Quieres saber qué hizo?… Consiguió la piel de un borrego, la rellenó con azufre y alquitrán, y por la noche, cuando el dragón dormía, la colocó en la entrada de la caverna. En cuanto se despertó de su profundo sueño, el animal vio la falsa oveja, se relamió y la devoró con ansia.
La comió tan rápido y con tantas ganas, que al terminar sintió mucha sed y bajó al río Vístula a beber. El agua penetró a borbotones en su inmenso estómago, y al entrar en contacto con el azufre y el alquitrán que se había zampado sin darse cuenta, la tripa le explotó en mil pedazos.
El zapatero fue aclamado como un auténtico héroe y recibió todos los honores posibles, aunque el mejor de todos los premios, fue casarse con la hermosa princesa Wanda. Dicen que fueron muy, muy felices, durante toda la vida.
Hoy en día, en Polonia, existe una población en torno a la colina donde vivió, hace tantos siglos, el peligroso dragón. Está considerada una de las ciudades más importantes y bellas del país y se llama Cracovia, en honor a uno de los protagonistas de esta historia: el príncipe Krakus.
Si algún día vas a visitarla, podrás comprobar cómo muchos de sus habitantes todavía recuerdan esta preciosa leyenda que sus abuelos les contaron cuando eran niños y que va pasando de generación en generación.
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La piel del cocodrilo
En África, hace cientos de años, los cocodrilos tenían la piel suave y de color oro. Cuenta la leyenda que uno de esos cocodrilos, que vivía en Namibia, durante el día solía permanecer oculto en el lago en que había nacido, disfrutando del frescor que le proporcionaba el agua.
Como los demás cocodrilos, adoraba retozar en el fondo lleno de barro, pues el sol en África era demasiado intenso como para salir a la superficie. Las noches, en cambio, eran frías y el cocodrilo aprovechaba para descansar en tierra firme.
La luz de la luna se reflejaba en su bella y dorada piel y lo iluminaba todo. Los animales nocturnos, como los murciélagos, las lechuzas y algunos felinos, se acercaban cada noche para contemplar semejante belleza ¡Nunca habían visto un animal tan espectacular!
El cocodrilo se sentía muy orgulloso. Causaba tanta admiración entre los demás animales que decidió que de día también saldría del lago a pavonearse un poco. Si su piel era como una linterna en la oscuridad, durante el día brillaría casi tanto como el mismo sol.
Y así fue como cada mañana, el vanidoso cocodrilo empezó a salir de las aguas embarradas y a dejarse ver ante los ojos atónitos de los animales que hacían un corro en torno a él para admirarle.
– ¡Qué maravilla de piel! – comentaban unos.
– ¡Ningún animal brilla como este cocodrilo! ¡Fijaos cómo deslumbra! – decían otros, haciendo aspavientos y poniendo sus patas a modo de visera sobre los párpados para que el fulgor del cocodrilo no les cegara.
Pero algo terrible sucedió… El calor del sol era tan intenso en África que, a medida que pasaron los días, fue secando la increíble piel del cocodrilo y ésta dejó de relucir. Su brillo se apagó y el color dorado se fue transformando en una armadura seca cubierta de escamas duras y oscuras ¡El cocodrilo había perdido toda su belleza! Entre los animales ya sólo se escuchaban críticas.
– ¡Pero qué feo se ha vuelto el cocodrilo! ¡Su hermosa piel es ahora una coraza rugosa y gris!
Los animales dejaron de arremolinarse junto a él pues se había convertido en un ser feo y de aspecto amenazante. El cocodrilo se sintió humillado y rechazado por todos. Consciente de su transformación, decidió que jamás volverían a burlarse de su nueva piel. Es por eso que desde entonces, sale menos a la superficie y si ve que se acerca alguien, se sumerge rápidamente en el agua y sólo asoma sus ojos.
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