El famoso cohete
El hijo del rey estaba a punto de casarse. Con este motivo la alegría era general. Estuvo esperando un año entero a su prometida, y al fin llegó ésta.
Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de oro; la princesita iba acostada entre las alas del cisne. Su largo manto caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de seda de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido siempre. Era tan pálida que al pasar por las calles la gente se quedaba admirada.
-Parece una rosa blanca -decían. Y le echaban flores desde los balcones.
A la puerta del castillo estaba el Príncipe para recibirla. Tenía unos ojos violetas y soñadores y sus cabellos eran como oro fino. Al verla hincó una rodilla en tierra y besó su mano.
-Su retrato era bello -murmuró-, pero usted es más bella que su retrato -y la princesita se ruborizó.
-Hace un momento parecía una rosa blanca -dijo un pajecillo a su vecino-, pero ahora parece una rosa roja.- Y toda la Corte se quedó extasiada. Durante los tres días siguientes todo el mundo no cesó de repetir:
-¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca!
Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.
Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho por eso; pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte.
Transcurridos aquellos tres días se celebró la boda. Fue una ceremonia magnífica. Los recién casados pasaron, cogidos de la mano, bajo un dosel de terciopelo granate, bordado de perlitas. Luego se celebró un banquete oficial que duró cinco horas. El príncipe y la princesa, sentados al extremo del gran salón, bebieron en una copa de cristal purísimo. Únicamente los verdaderos enamorados podían beber de esa copa, porque si la tocaban unos labios falsos, el cristal se empañaba, quedándose gris y manchoso.
-Es evidente que se aman -dijo el pajecillo- Resultan tan claros como el cristal. Y el rey volvió a doblarle la paga.
-¡Qué honor! -exclamaron todos los cortesanos.
Después del banquete hubo baile. Los recién casados debían bailar juntos la danza de las rosas, y el rey tenía que tocar la flauta. La tocaba muy mal, pero nadie se había atrevido a decírselo nunca, porque era el rey. La verdad es que no sabía más que dos piezas y no estaba seguro nunca de la que interpretaba, aunque esto no le preocupase, pues hiciera lo que hiciera todo el mundo gritaba:
-¡Delicioso! ¡Encantador!
El último número del programa consistía en unos fuegos artificiales que debían empezar exactamente a medianoche.
La princesita no había visto fuegos artificiales en su vida. Por eso el rey encargó al pirotécnico real que pusiera en juego todos los recursos de su arte el día del casamiento de la princesa.
-¿A qué se parecen los fuegos artificiales? -preguntó ella al príncipe, mientras se paseaban por la terraza.
-Se parecen a la aurora boreal -dijo el rey, que respondía siempre a las preguntas dirigidas a los demás-. Sólo que son más naturales. Yo los prefiero más que a las estrellas, porque sabe uno siempre cuándo van a empezar a brillar y son, además, tan agradables como la música de mi flauta. Ya verá… Ya verá…
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